domingo, 12 de abril de 2015

Una de las más bellas historias que he leído. Basada en la mitología hindú, Roberto Calasso la narra en su libro "Ka"

Nunca pasaba nada en la ciudad de Himavat. De tanto en tanto algún rsi se detenía por allí, sólo para reiniciar ensegui­da la marcha. Nada de guerras, nada de conspiraciones. Hasta la pulcritud de las calles era extraordinaria. En las paredes exter­nas de los palacios había pinturas con papagayos, grullas y cis­nes. Por doquier el murmullo del agua de las fuentes y los cana­les. La ciudad se recostaba sobre un altiplano del Himalaya como una manta acolchada. Los dioses la escrutaban desde siempre con codicia. Sabían que en su seno, más allá de los al­macenes colmados de especias, bajo una cobertura de rocas ya­cía el más vasto depósito de piedras preciosas del universo: el corazón de la montaña. Un halo de aquella luz cegadora y oculta parecía emanar hasta la superficie, como un trasfondo suave que se fundía con los perfiles afilados del paisaje, aquellos perfi­les indiferentes al progresivo deterioro de todas las cosas. Parvati que había crecido allí, no conocía otra cosa en el mundo: aquella naturaleza demasiado diáfana, demasiado nítida, casi metálica, había sido para ella la naturaleza, la única naturaleza.

Parvati oyó por primera vez el nombre de Siva en boca de sus compañeras de juegos. Las niñas sofocaban la risa y a veces se sonrojaban cuando recitaban letanías sobre él. Lo llamaban «Señor de las cenizas y del aceite». ¿Qué significaban esas pala­bras? O también “Serpiente entre las serpientes, aguijón del toro”. A Parvati le gustaba no comprender. Para ella lo oscuro era lo que atrae por encima de todo. De otra forma todo cuanto la rodeaba hubiese resultado demasiado transparente.
Himavat, su viejo padre, tan viejo como la montaña, estaba hecho de rocas, como ella, y se entendían sin necesidad de palabras. La madre, Mena, parecía haber vivido siempre en el palacio y los jardines. Sus preocupaciones y deseos eran fútiles a los ojos de la pequeña y ruda Parvati Sólo en raras ocasiones, Mena se dejaba llevar por el recuerdo y mencionaba algún viaje remoto, alguna «isla blanca» que había visitado, como una princesa que viaja por el mundo acompañada de sus dos hermanas, Dhanyá y Kalávatí. Allí había sucedido algo, habían hecho algo grave, una falta de las insolentes princesas. ¿Contra quién? Siempre había algún rsi ofendido... Parvati no conseguía averi­guar nada más, aunque tozudamente insistía con sus preguntas. Era como si aquella historia perteneciera a otra vida, de la que no podía hablarse. También Himavat parecía desvariar a veces cuando hablaba de si mismo como del «Guardián» y decía frases inconexas acerca de una época en la que todo estaba «cerrado» aún y sólo él, Himavat, sabía lo que era la «plenitud» y debía protegerla. Pero Parvati pensaba que, cualquiera hubiese sido el pasado de sus padres, lo cierto es que ahora vivían una vida pue­ril, ajena a las vicisitudes y al conocimiento. Y ella, la pequeña ávida de cambios, se sentía ya más vieja que sus padres, que quizás tenían miles de años.

Táraka sacudía el mundo. Había secuestrado a las consortes de los dioses. Cabalgaba un león, estrangulaba a sus enemigos con diez mil manos. Era un Asura, un poderoso asceta, como tantos otros demonios antes que él. Pero esta vez Brahma, frente a sus actos de destrucción, había admitido una condición sin precedentes: sólo el hijo de Siva podría matarlo. Sin embargo, ¿cómo podía Siva tener un hijo? Los dioses se sentían más impotentes que nunca: el rayo de Indra, el lazo de Varuna, el disco de Visnu yacían en el suelo como juguetes abandonados. Táraka saqueó las reservas de piedras preciosas de los cielos y los océanos. Irrumpió en las residencias celestes de las Apsaras. Salieron de ellas largas filas de muchachas con la mirada baja, como soldados prisioneros.
Los dioses huían, pero Táraka los abordaba por todas partes. Extenuados, buscaron nuevamente la ayuda de Brahma. El dios sonrió: «Táraka existe porque así lo quise. No seré yo quien lo destruya. Sólo el hilo de Siva puede acabar con él», les dijo, una vez más. «Pero a Siva no le preocupa nuestra suerte ni la del mundo», contestaron los dioses melancólicos. “Siempre está inmerso en sí mismo.» «Por el cuerpo de Siva», repuso Brahma, «circula el semen, aunque nadie lo haya visto jamás. Ahora justamente ha nacido la mujer capaz de hacer que ese semen se derrame. Buscad a Parvati, es la hija de Himavat.»

«Seducir a Siva», pensaba Indra. «¿Quién podría ayudarme? Sólo Káma.» Partió en busca del viejo amigo que tantas veces lo había impulsado a acompañarlo en sus escapadas de adúltero. Káma lo recibió con amabilidad y vehemencia. «Estamos a punto de ser destronados», dijo Indra. «Por eso ha llegado el mo­mento de que me demuestres tu amistad. Solamente tú, Deseo, posees el arma eficaz.» Káma no se inmutó: «Puedo trastornar a dioses y demonios tan sólo con la mirada de soslayo de una mujer. Incluso a Brahma y a Visnu. A los demás ni vale la pena nombrarlos.» Calló un instante y luego añadió, con expresión grave: «También podría trastornar a Siva.» «Es justamente lo que he venido a pedirte», dijo Indra.

Káma acariciaba su arco y sus cinco flechas en forma de flor. Apenas rozaba la cuerda del arma quedaba envuelto en un zumbido de abejas. «Antes que nada», pensó, «hace falta la primavera.» Miró a Rati, su amada, que lo seguía a todas partes, como Placer sigue a Deseo, y le dirigió un gesto de entendimiento.
Aquella primavera comenzó antes de tiempo. Rodeó y se posesionó de la montaña en la que estaba sentado Siva, inmóvil. Se coló en el Bosque de los Cedros, donde los rsi  practicaban el ta­pas. Allí advirtieron como una pena sutil e insoportable. Asistían al desmoronamiento de su propia firmeza. Perseveraban, tenaces, pero secretamente flaqueaban. Junto a Siva, el toro blanco Nandin levantó apenas la cabeza. Y los Gana, los Genios que lo rodeaban como un campamento de gitanos, husmeaban el aire picados por la curiosidad.
Desde la frondosidad del bosque avanzó Parvati, acompañada de dos doncellas. ¿Niñas, muchachas o mujeres? Era imposible saberlo. Káma se escondió detrás de un zarzal. Escrutaba el torso de Siva, macizo y vertical como una columna. Buscaba el punto por el que pudiera penetrar su flecha. Parvati llevaba en las manos un ramo de flores. Lo dejó a los pies de Siva y se descubrió apenas. Siva bajó la mirada y la fijó en Parvati. Después le habló en un susurro: «Loto, luna, arco de Káma, gota, cuclillo, lino, corola: todo está en ti. En tus caderas se posa la oferta del sacrificio.» Siva extendió su brazo hacia Parvati. Acariciaba su vestido y ya buscaba por debajo de él. Parvati se sonrojó y dio paso atrás. «Sólo con mirarte siento este placer inmenso», pensó Siva. E inmediatamente volvió a sumirse en el tapas.
Káma decidió actuar en ese momento. Lanzó hacia Siva una flecha vana, que hubiese herido a cualquier otro. Pero Siva sabe demasiado sobre el deseo. Frente a las tres muchachas paralizadas de terror, una llamarada emanó de Siva y envolvió a Káma. Sólo quedó de él la ceniza, que se mezcló con el polvillo en un efímero torbellino. Parvati retrocedió en silencio, pálida, y volvió a adentrarse en el bosque con sus doncellas, mientras se oía apenas el sollozo de Rati, que intentaba recoger, como una loca, las partículas de ceniza esparcidas sobre la hierba. Quería una reliquia de su desaparecido amante. Se alejó, encogiéndose hombros y apretando entre las manos un trozo de tela de colores impregnada de cenizas. Flores, abejas, mangos, cuclillos: entre vosotros se disolvió Deseo cuando la llama de Siva lo redujo a cenizas. Desde entonces un sabor, una señal, un olor, un zumbido pueden herir a quien está lejos de lo que ama. Y fueron mu­chos los heridos, porque «cuando ve cosas de gran belleza o es­cucha dulces sonidos incluso un hombre feliz puede sentirse invadido por una apasionada nostalgia».

De vuelta en su palacio, Parvati comprendió que era ahora otra persona, que había nacido de nuevo. No decía una palabra. Fueron las doncellas las que lo contaron, con lágrimas en los ojos, deshechas de terror. El viejo Himavat, el Señor de la Mon­taña, sentó a su hija sobre sus rodillas. Advirtió que Parvati llo­raba, y que su llanto ya no era el de una niña. Pero ella no hacía caso de su padre. Lloraba por Siva. En los días siguientes siguió sin decir una palabra. Tenía la mirada triste y vacía. Más de una vez las doncellas la sorprendieron suspirando, y era siempre el mismo nombre: «Siva, Siva.»
Nárada, el rsi al que le gustaba entrometerse en las historias de los otros, fue por entonces huésped de palacio. Parvati se es­condía en sus habitaciones, pero Nárada insistía en verla a solas. Fue el primero que le habló como a una persona adulta, sin re­milgos. «Sé lo que sientes, Parvati. Amas a Siva, pero aún no es­tás preparada. Tienes que transformarte a ti misma practicando el tapas, si no no podrás acercarte a él: tú también acabarías calcinada. En cambio, su fuego deberá exaltarse contra la llama que también brotará de ti. No te inquietes: tu apariencia no se diferenciará en nada de la de cualquier muchacha de redondas caderas. Ahora te enseñaré algo: repite conmigo estas cinco síla­bas.» De esta forma Parvati, muy atenta y con los ojos febriles, oyó por primera vez el mantra de Siva: «No existe otro camino. Pero yo te digo que Siva será tu esposo.» Fueron las últimas palabras que le dirigió Narada. Y después reanudó su marcha como un viajero apresurado.

Ahora Parvati mostraba una expresión radiante. Enseguida fue al encuentro de Jayá y Vijayá, sus doncellas. Les dijo que muy pronto se separarían. Después anunció a su padre que se iría al bosque a practicar el tapas. Himavat asintió. Nárada ya lo había informado. Pero en ese momento llegó Mena, agitada y ja­deante. «Si quieres practicar el tapas, hazlo en casa. En cada rin­cón tenemos altares a cada uno de los dioses. Tenemos templos. Y desde luego no nos faltan imágenes. Jamás había oído que una muchacha se marchase al bosque para practicar el tapas. No seas obstinada.» Mena calló, ya sin aliento. Pero un instante des­pués suspiró: «¡Oh, no!», (u ma). Desde entonces, a los nombres de Parvati se añadió uno nuevo: Umá.
Sin embargo, ya nada podía disuadir a Parvati. Se deshizo con cuidado de sus vestidos de princesa, escogió una piel de antílope, un ceñidor de hierba y se hizo un corpiño con un tejido extraído de la corteza de los árboles. Ya sola en el bosque, se dirigió al lugar en el que Siva había reducido a Káma a ceniza Encontró un claro en el que soplaba una leve corriente de brisa. No había rastro ni de Siva ni de su séquito. Parvati buscaba en el suelo algún rastro de cenizas. Pero después decidió seguir las instrucciones de Nárada. Escogió el punto central de sutil corriente de brisa, cruzó las piernas y se sumió en el ardor de la mente. Vista de lejos, podía parecer el tronco de un árbol.

Parvati sabía muy poco sobre el tapas, pero iba aprendiendo sin darse cuenta. Pronto borró de sí misma a padre, madre, doncellas, jardín y palacio. Más complicado fue borrar a su hermana mayor, Gangá. Su imagen continuó durante largo rato girando en torno a ella. Decidió que la odiaba.
En cuanto Parvati¡ veía a Siva lo recorría interminablemente con la mirada, como si trepara a una montaña respecto de la cual la montaña de la que ella era hija, y que era más alta cualquier otra, quedaba reducida a una mera colina perdida la llanura. El tiempo era una sucesión lenta de olas ardientes, que la sumergían y la abandonaban. Tenía la sensación de hacer algo que siempre había hecho, algo que conocía mejor que sus muñecas. Examinaba todos los rincones de Siva. Enrollaba y de­senrollaba las alfombras de la mente.

El crecimiento del tapas de Parvati empezó a hacerse eviden­te para los dioses. Indra sentía arder el suelo que pisaba, las si­llas en las que descansaba. Reconoció la obra de Parvati. Enton­ces consultó con los otros dioses, y decidieron visitar a Siva.
Cuando Siva escuchó la historia de Táraka y de la pequeña Parvati, que practicaba el tapas, esbozó esa sonrisa burlona que los dioses tanto temían: «Pensaba que me estaríais agradecidos por haber calcinado a Kama, librándoos así de todas las estupi­deces que habríais cometido siempre que él os lo hubiera pro­puesto... Pensaba que os alegraríais de poder meditar al fin sin necesidad de defenderos del acecho de Deseo, a quien no le resultaba difícil distraeros. En cambio, venís aquí en cortejo como meros postulantes. Pretendéis ofrecerme a mí, que no conozco vínculo, un vínculo más fuerte que cualquier metal: la mujer. Los maestros védicos podrían explicároslo: no hay nada más temible en el mundo.» Siva no dejaba de sonreír, y entre los dioses comenzaba a cundir el desánimo. Pero inmediatamente, casi sin interrumpirse, cambió por completo de terna, como hablando para sí mismo: «Después de todo, puedo hacer lo que quiera. Se me conoce justamente por violar las reglas con la misma facili­dad con la que las respeto. Después de todo, amo sobre todo a quienes me son devotos. Si vuestra insolencia, o vuestra deses­peración llega al punto de desear algo tan inconveniente para mí como el matrimonio, ¿por qué no voy a complaceros?» Miró nuevamente a los ansiosos dioses: «En cuanto a vosotros, ¿acaso no he tragado el veneno del océano para salvaros? La pequeña Parvati será mi soma.»

Abrumado por el recuerdo de la muerte de Satí, acompañado por los Gana, silenciosos por una vez, Siva erraba sin rumbo. Pensó que debía aislarse del mundo nuevamente. Buscó un lu­gar virgen mientras su mente registraba la existencia de una niña, nacida en un palacio entre las montañas. Siva caminó du­rante largo rato hacia el nacimiento del Gangá, en la ladera opuesta del Himalaya. Después se detuvo. Los Gana se dispusie­ron a su alrededor, como guardianes melancólicos y dispersos. Nandin se recostó en el suelo y miró hacia adelante con su mira­da apacible y vacía.
Al palacio de Himavat llegó la noticia de que Siva estaba cer­ca.  Alguien se había cruzado con el silencioso cortejo. Entonces Himavat fue en busca de Mena y le dijo: «Mena, sabes que soy un viejo, quizás el viejo del mundo. Sabes que durante años hemos vivido como soberanos ociosos. En un reino donde nunca sucede nada, a la espera de lo que debe suceder algún día y de lo que todo depende. ¿Recuerdas la noche en que fue concebida nuestra hija Parvati? Fue una noche muy larga. ¿Recuerdas que me mirabas asustada? Decías que deliraba, cuando en realidad repetía los mismos gestos amorosos que conoces desde siempre. Decías que tu cuerpo parecía entrar en el mío, como atraído una poderosa marea. Y al mismo tiempo me sentías distante tremendamente distante, como si en tu lecho se hubiera colado un extraño. Lo que sucedió aquella noche fue que Devi, la diosa que habita en Siva, se había ceñido a mi mente. Yo le susurraba a ella, y te hablaba a ti, que brillabas en la luz de la Diosa. Por una vez, esa noche volví a sentirme invencible como el fuego en el bosque. Como sucedía en mi vida remota, cuando era el guar­dián de la roca que escondía en sí la luz del cielo. Tú te mostra­bas esquiva, porque no comprendías lo que estaba pasando. Fi­nalmente, extenuada, te dormiste. Yo seguí despierto, todavía pegado a tu cuerpo. Y vi llegar a Noche. Llevaba en las manos una pequeña caja, parecida a la que vosotras utilizáis para el maquillaje. Sin decir palabra se inclinó sobre tu vientre húme­do, y vi cómo tocaba con gran delicadeza el embrión de la que sería nuestra hija Parvati, y con un minúsculo pincel le aplicaba un tinte oscuro y brillante. Después desapareció. Entonces yo también me dormí. Todo esto después se confundió en mi men­te como algo excesivo, algo de lo que no podía estar seguro si realmente había sucedido, pero que volvió a hacerse presente, con irresistible nitidez, cuando nació Parvati. La noticia me lle­nó de euforia, al punto de que (¿lo recuerdas?) regalé mi sombri­lla con mango de marfil a nuestro querido intendente, y enton­ces vi por primera vez el pequeño cuerpo de mi hija, su deliciosa piel bruñida. Ahora Parvati ha crecido y se acerca el momento hacia el que tiende toda nuestra existencia. Debes aún obedecer­me y seguirme. Nada de lo que está a punto de suceder deberá desconcertarte.

Parvati era tozuda y cerril, pero no por eso renunciaba a su condición de princesa y pretendía que todo aconteciera como corresponde a una princesa. Si Siva realmente quería convertir­se en su esposo, era absolutamente necesario que pidiera o hi­ciera pedir su mano a su padre, Himavat. Parvati tampoco  dejó ninguna duda acerca de que para su boda quería una ceremonia fastuosa, escrupulosamente fiel a los rituales más antiguos. Con gesto paciente, y con una leve sonrisa, Siva convocó a los Sap­tarsi a las cascadas de Mahákosi. Ellos serían sus embajadores. Bajaron hasta Osadhiprastha, donde fueron recibidos por Hima­vat, quien iba acompañado de Mena y Parvati. Mientras Angiras se dejaba llevar por su gran elocuencia, y las imágenes más so­lemnes brotaban de sus labios como gotas de cristal, Parvati se concentró en contar los pétalos de loto, como una niña que jue­ga en un rincón fingiendo no prestar atención a las palabras de sus padres. Mena no podía ocultar su agitación. Himavat se vol­vió hacia ella para pedirle su asentimiento. Mena hizo una señal que acabó en un temblor.

Cuando el cortejo de Siva franqueó la segunda puerta de Osadhiprastha y su séquito hundió los pies en las flores hasta los tobillos, al tiempo que el viento encrespaba sus estandartes de seda china, un movimiento improviso y unánime, como un batir de alas, corrió entre las mujeres escondidas en los palacios. La que estaba adornándose el pelo dejó caer la guirnalda; otra sus­trajo el pie aún húmedo de henna de entre las manos de su don­cella y corrió a la ventana, dejando huellas rojas a su paso; otra corrió a espiar con un solo ojo maquillado; otra se detuvo mien­tras se ceñía el vestido, con la frente pegada a la reja, un brazale­te hiriéndole el ombligo y una mano intentando cubrir el vientre desnudo; otra soltó de golpe el collar de perlas que se estaba abrochando, y las perlas rodaron por el suelo. El cortejo avanza­ba por las calles desiertas y tras mil cortinas caladas vibraba una mancha luminosa, como flores de loto asediadas por enjambres de abejas.

Dejaron atrás la ciudad y las aldeas, dejaron atrás a los otros caminantes. Desapareció la ruidosa escolta. La naturaleza se adensaba, se cerraba en sí misma. Parvati sentía alejarse de ella cada una de las cosas que formaban el mundo en el que había habitado. Acababa de abandonar la casa de sus padres y ya no sabía quién era. ¿Un niña? ¿La Diosa? Ascendían lentamente por el Kailása, pisando las huellas del hombre de piernas nervio­sas que los precedía, y que nunca se giraba. Sentían detrás el aliento tibio del toro Nandin, cargado de ligero equipaje, único testigo.

Después se durmieron, fundidos como metales, y Siva empezó a recorrer los sueños de Parvati, lucharon como dos espa­das, después se detuvieron, como suspendidos en el aire, y rie­ron, mordieron las frutas, bebieron ciega y torpemente después se alejaron de sus cuerpos desencajados y se miraron desde lo alto, inmóviles mientras los cuerpos se movían apenas, Parvati comenzó a vagar y enseguida vio encenderse las luces de sus templos, pero esos templos estaban dentro de ella y surgían en cada punto en que alcanzaba a explorarla, como un caminante silencioso e indiscreto, el falo de Siva, y entonces sobre la vastedad del paisaje Parvati vio imprimirse un nombre: Yájñavalkya, y no recordaba quién era, después oyó que Siva pronunciaba esas mismas sílabas mientras recitaba los textos de los rsi  y jun­to a ese nombre se habían fijado algunas palabras que no com­prendió en su momento pero había conservado, porque sabia que algún día podrían servirle, pero después las había olvidado y ahora volvían como la evidencia misma del Sí, del atman, el cual, según aquel rsi, del que nada conocía sino el nombre, nos hace sentir como el hombre abrazado a la mujer amada, que «se olvida de todo lo que existe fuera o dentro». «Se olvida de todo lo que existe fuera o dentro», se repetía Parvati, en ese balbuceo de la conciencia que se sobrepone al placer, que a su vez se so­brepone a cualquier otra cosa, y mientras tanto controlaba cau­telosamente con la mirada aquellos templos remotos e íntimos, pero fue entonces cuando advirtió algo sospechoso y acechante que la incomodaba, y reconoció el ojo del poeta Kálidása, aga­zapado en los escalones de uno de aquellos templos, como si quisiera mimetizarse con las piedras, aunque en realidad la ob­servaba atentamente y escribía. «Eso no está bien», murmuró Parvati, adoptando esa forma terrorífica con la que a menudo jugaba. «Que la maldición caiga sobre ti si escribes una sola síla­ba más sobre el placer de Parvati.» Pero Kálidása ya se había desvanecido, fundiéndose con las tinieblas del tiempo.

Parvati dijo a Siva: “Quiero que me expliques. Del placer no hay memoria. Quiero decir: durante los veinticinco años que duró nuestro primer coito, cuando apenas había dejado la casa de mi padre, muchas veces pensé, como en un largo viaje: “Ten­go que acordarme de esto, de cómo es exactamente, de cómo lle­gamos a este punto y cómo después nos alejamos” Me lo pro­puse con tenacidad, y todo lo veía con claridad y nitidez, pero con la claridad y nitidez de esos sueños que mientras los soña­mos, decidimos recordarlos y nos concentramos en cada detalle, y casi sonreímos con sarcasmo al pensar que podemos olvidar­nos de un cierto detalle, justamente porque resulta demasiado claro, y sin embargo ese detalle y todo lo demás se desvanecen por completo al despertamos. Compréndeme: todo lo que suce­dió está en mí, en el límite de la mente. Sin embargo, no puedo precisar la secuencia exacta, mientras que sí podría hacerlo con algo de mucho menor importancia, por ejemplo la forma en que un cierto día me vestí y maquillé, o cómo paseé por los jardines del palacio, cómo recorrí un pequeño camino y después monté mi caballo manchado, acompañada por dos doncellas, y hasta la forma en que iban vestidas las doncellas, y las primeras palabras que nos dijimos. Y sin embargo a Kama, Deseo, solemos llamarlo Smara, Memoria. Como si éste fuera su verdadero nombre. Por lo menos yo siempre lo utilizo para nombrarlo. Y yo le he salva­do la vida, ¿recuerdas? Hacía varios días que permanecía inmóvil delante de ti, a respetuosa distancia, inmersa en el tapas. No nos conocíamos y yo no era más que una niña. Tenias siempre los ojos cerrados, y cuando los abriste y reparaste en mí dijiste sin siquiera mirarme: “¿Qué está sucediendo? Káma está aquí.” Káma apenas tuvo tiempo de levantarse (estaba detrás de un zarzal) y de tender su arco con una de sus cinco flechas-flores cuando tu ojo lo calcinó. Después, como si fuera la primera vez, me miraste y me dijiste que te pidiera una gracia. Dije: “Ahora que Káma está muerto, ya no quedan gracias que pedir. Sin De­seo ya no habrá emoción.        Sin emoción entre el hombre y la mu­jer reinará la indiferencia.” Entonces me concediste que Káma siguiera vivo, pero invisible. Cuando era una niña y lo evocaba, junto a las miniaturas de ti que dibujaba, aunque nunca te había visto, sólo repetía: “Smara, Smara”.

Con frecuencia Parvati se adormecía mientras Siva le recita­ba los Veda. Los himnos le causaban un sentimiento de impa­ciencia o, por el contrario, de pesadez. Pero de pronto se reco­braba, como pinchada por un aguijón. Para ella sólo había dos asuntos inagotables; la teología y las mujeres. Estas, en la medida en que fueran, o hubieran sido, mujeres de Siva. Parvati se sentó en la cama con el pecho desnudo, sudoroso y reluciente. Miraba fijamente hacia adelante y hablaba a Siva, recostado a su lado: «Prakrti, maya, sakti: ves como, cuando seguimos el cami­no de regreso al principio, siempre nos topamos con este ele­mento de nombre femenino. No puede subsistir por si solo, pero nada puede subsistir sin él. Naturaleza, ilusión, potencia: tus ignaros devotos occidentales pronunciarán estas palabras, desco­nociendo casi siempre que cada una recubre a las otras. No existe naturaleza sin ilusión, no existe ilusión sin potencia, no existe potencia sin naturaleza. En cuanto a maya, más que ilusión deberíamos llamarla magia, esa cosa extraña cuya existencia es negada por los sobrios de mente, cuando en realidad lo verda­deramente sobrio sería afirmar que nada de lo que existe está fuera de ella. Pero incluso esto resultaría insuficiente, y de eso quiero hablar, por eso estoy aquí, a tu lado, esperando a que ex­tiendas encima de mí esa piel de tigre, que expulses a tus Gana y embarques tu linga en el barco de mis muslos, para que la máyá que está en mí lo oculte en un líquido velo.»

Parvati dijo: «Tu boca se acerca a mí como lo no manifestado que goza de las cualidades. Entonces puedo sentir cómo fluyo dentro de ti. Pero a veces me miras como aquel que ve a mujeres ligeras entrando en una casa desierta y ni siquiera se les acerca. Aun así, nuestro contacto no deja de ser secreto. Cuando no nos tocamos, es como si me taparas los oídos con las manos. Oigo entonces el sonido que habita el espacio interior del corazón: como un río, como una campanilla, como la rueda de un carro, como el croar de una rana, como la lluvia, como la palabra en un rincón reparado.

Un día bajaron hasta el mar, que Parvati aún no conocía. En una playa no muy lejana de Kánci, Umá jugaba con el falo de Siva, que era una columna de arena. No se dio cuenta de que el mar se hinchaba. Pronto las oleadas se precipitaron sobre ella. Umá cercó el linga con sus brazos, como una muñeca, para pro­tegerlo. Cuando las olas se retiraron, la columna de arena tenía las marcas provocadas por las pulseras y los pezones de Umá.

Dilataban el juego del placer, ratilila, digresivo, circular, errante. A sus pies dormía el toro Nandin, sacudiendo de tanto en tanto su enorme cabeza. Dos rayas oscuras atravesaban el pe­cho de Siva, blanco de ceniza: una cobra y un brazo de Parvati. Siva le dijo en un susurro: «Káli, Negra.» Ése era el nombre que Parvati no quería oír. Desde siempre había deseado con obstina­ción que su piel bruñida se aclarase, como la de aquellas princesas de más allá de las montañas, de las que conocía algunas mi­niaturas. Se liberó del abrazo de Siva y susurró a su vez: «Tú eres el Gran Negro.» La pelea parecía inevitable. Desde que se habían quedado a solas su vida consistía en eso: coito, dados, bhanga, pelea, tapas. Y la conversación errática. Cada fase exaltaba a las otras y reaparecía con regu1aridad. Siva dijo: «Eres dura como las aristas de la roca de la que has nacido. Eres inasible como el hielo que esconde en su interior tu padre. Eres tortuosa como los senderos de la montaña. Parvati se abrazaba las rodillas, frente a Siva. Cerrada en sí misma, lo miraba con furia en los ojos. «A ti sólo te gusta la ceniza, te la echas encima como mis doncellas se untaban con aceite de sándalo. Sólo encuentras re­gocijo donde ves cadáveres humeantes. Te adornas con serpien­tes. ¿Por qué me has apartado de mi palacio, de mi familia, si mi cuerpo no te basta? ¿Por qué me obligas a llevar una vida de mendigo, que sin razón va de un sitio a otro? ¿Por qué me impi­des que tenga un hijo, como cualquier mujer? Soy negra sólo porque soy parte de ti. Si para ti soy una serpiente, seré la única serpiente que no habrás amado. Parvati se levantó de pronto sofocada de ira, y se alejó. Nandin la seguía, implorando para que se detuviese. «Vete», le dijo Parvati. «Y procura tan sólo que no entren aquí otras mujeres. Tu Señor no piensa en otra cosa. No dejes de espiarlo por el ojo de la cerradura. Cuando vuelva mi piel será dorada. Mi vello será suave y claro como la aurora. Quedará encandilado. Hasta de eso es capaz la fuerza de mi ta­pas.» Parvati se alejó, altiva, de la mano de Ganesa cuya gran ca­beza de elefante estaba ocupada por oscuros pensamientos.

Nandin emprendió su guardia, y no la abandonó ni un mo­mento. Pero se había adormilado una noche cuando una ser­piente se arrastró cerca de él. Era el demonio Adi, que aguardaba desde hacia tiempo la ocasión para vengarse de Siva, asesino de su padre. Mientras se arrastraba hacia el interior del pabe­llón, Adi asumió el aspecto de Parvati. Siva, inmóvil la vio acer­carse. Se sintió feliz. Conocía sus repentinos cambios de humor. Esta vez, su ausencia había durado mucho tiempo. En el vano de una ventana, la luna iluminaba una muchacha temerosa y muy bella, de piel bruñida. «Entonces nada ha cambiado», pen­só Siva. La falsa Parvati caminaba alrededor de Siva. Era un ges­to que solían realizar antes de tocarse. Siva empezó a desvestirla, lentamente Le apartó el pelo, en busca de una pequeña mancha que tenía en la nuca, a la izquierda, en forma de lodo. No la encontró. Comprendió el engaño. La falsa Parvati estaba tumbada en el suelo con los brazos levantados en un arco por encima de su cabeza y los dedos entrelazados. Del falo de Siva brotó el vajra, el rayo tricúspide que brilló por un instante antes de penetrar en la falsa Parvati. La vulva que lo acogió escondía un diente adamantino listo para destrozar el miembro de Siva. Por unos momentos pareció tratarse de un coito convulso Los cuerpos se arqueaban. Un momento después la falsa Parvati se estremeció y quedó rígida mientras se quemaba por dentro. Des­pués quedó tirada en e] suelo.
En ese instante Váyu, Viento, susurró al oído de la verdadera Parvati, sola en la cima de un monte, sumergida en el tapas, que una mujer muerta yacía junto a la cama de Siva. Parvati sonrió y permaneció inmóvil. Dialogaba con Noche: «No ignoro que, cuando fui concebida, tú entraste en el vientre de mi madre para teñir mi embrión con un líquido oscuro. Ya entonces me rebela­ba contra ti. Sin embargo, sé que con aquello me entregabas un don, porque yo pertenezco al Negro. Los dioses han querido que naciera para seducir a Siva y que, a su vez, de su semen naciera un hijo del color del oro. Ese hijo aún no ha nacido, ni nunca sal­drá de mi vientre. Pero el oro me pertenece. No soportaré que Siva se aparte jamás de mí, como se apartó de Satí y de mi her­mana Ganga y de todas las demás. Quítame el velo de mi carne. Déjame aparecer clara como una extranjera. » Mientras Parvati hablaba con tal arrebato, iba cayendo de su cuerpo la piel bruñi­da, amontonándose en el suelo como un vestido de muselina abandonado.
Frente a Nandin -que, recostado, tomaba conciencia de su falta- apareció un ser radiante, de rasgos familiares. Parvati no hizo caso del guardián. Ardía en deseos de que Siva la viera. Se sentó frente a él en la misma posición en la que lo había visto la última vez. Siva callaba, mientras su ojo se iba habituando a la pelusa dorada de los brazos que relucían bajo el vestido blanco. Sin decir palabra, Siva envolvió en sus brazos a Parvati.

No hay comentarios:

Publicar un comentario