Una de las más bellas historias que he leído. Basada en la mitología hindú, Roberto Calasso la narra en su libro "Ka"
Nunca pasaba nada en la ciudad de
Himavat. De tanto en tanto algún rsi
se detenía por allí, sólo para reiniciar enseguida la marcha. Nada de guerras,
nada de conspiraciones. Hasta la pulcritud de las calles era extraordinaria. En
las paredes externas de los palacios había pinturas con papagayos, grullas y
cisnes. Por doquier el murmullo del agua de las fuentes y los canales. La
ciudad se recostaba sobre un altiplano del Himalaya como una manta acolchada.
Los dioses la escrutaban desde siempre con codicia. Sabían que en su seno, más
allá de los almacenes colmados de especias, bajo una cobertura de rocas yacía
el más vasto depósito de piedras preciosas del universo: el corazón de la
montaña. Un halo de aquella luz cegadora y oculta parecía emanar hasta la
superficie, como un trasfondo suave que se fundía con los perfiles afilados del
paisaje, aquellos perfiles indiferentes al progresivo deterioro de todas las
cosas. Parvati que había crecido allí, no conocía otra cosa en el mundo:
aquella naturaleza demasiado diáfana, demasiado nítida, casi metálica, había
sido para ella la naturaleza, la única naturaleza.
Parvati oyó por primera vez el nombre de Siva
en boca de sus compañeras de juegos. Las niñas sofocaban la risa y a veces se
sonrojaban cuando recitaban letanías sobre él. Lo llamaban «Señor de las
cenizas y del aceite». ¿Qué significaban esas palabras? O también “Serpiente
entre las serpientes, aguijón del toro”. A Parvati le gustaba no
comprender. Para ella lo oscuro era lo que atrae por encima de todo. De otra
forma todo cuanto la rodeaba hubiese resultado demasiado transparente.
Himavat, su viejo padre, tan viejo como
la montaña, estaba hecho de rocas, como ella, y se entendían sin necesidad de
palabras. La madre, Mena, parecía haber vivido siempre en el palacio y los
jardines. Sus preocupaciones y deseos eran fútiles a los ojos de la pequeña y
ruda Parvati Sólo en raras ocasiones, Mena se dejaba llevar por el recuerdo y
mencionaba algún viaje remoto, alguna «isla blanca» que había visitado, como
una princesa que viaja por el mundo acompañada de sus dos hermanas, Dhanyá y
Kalávatí. Allí había sucedido algo, habían hecho algo grave, una falta de las
insolentes princesas. ¿Contra quién? Siempre había algún rsi ofendido... Parvati no conseguía averiguar nada más, aunque
tozudamente insistía con sus preguntas. Era como si aquella historia
perteneciera a otra vida, de la que no podía hablarse. También Himavat parecía
desvariar a veces cuando hablaba de si mismo como del «Guardián» y decía frases
inconexas acerca de una época en la que todo estaba «cerrado» aún y sólo él,
Himavat, sabía lo que era la «plenitud» y debía protegerla. Pero Parvati pensaba
que, cualquiera hubiese sido el pasado de sus padres, lo cierto es que ahora
vivían una vida pueril, ajena a las vicisitudes y al conocimiento. Y
ella, la pequeña ávida de cambios, se sentía ya más vieja que sus padres, que
quizás tenían miles de años.
Táraka sacudía el mundo. Había
secuestrado a las consortes de los dioses.
Cabalgaba un león, estrangulaba a sus enemigos con diez mil manos. Era un
Asura, un poderoso asceta, como tantos otros demonios antes que él. Pero esta
vez Brahma, frente a sus actos de destrucción, había admitido una condición
sin precedentes: sólo el hijo de Siva podría matarlo. Sin embargo, ¿cómo podía
Siva tener un hijo? Los dioses se sentían más impotentes que nunca: el rayo de
Indra, el lazo de Varuna, el disco de Visnu yacían en el suelo como juguetes
abandonados. Táraka saqueó las reservas de piedras preciosas de los cielos y
los océanos. Irrumpió en las residencias celestes de las Apsaras. Salieron de
ellas largas filas de muchachas con la mirada baja, como soldados prisioneros.
Los dioses huían, pero Táraka los
abordaba por todas partes. Extenuados, buscaron nuevamente la ayuda de Brahma.
El dios sonrió: «Táraka existe porque así lo quise. No seré yo quien lo
destruya. Sólo el hilo de Siva puede acabar con él», les dijo, una vez más.
«Pero a Siva no le preocupa nuestra suerte ni la del mundo», contestaron los
dioses melancólicos. “Siempre está inmerso en sí mismo.» «Por el cuerpo de
Siva», repuso Brahma, «circula el semen, aunque nadie lo haya visto jamás.
Ahora justamente ha nacido la mujer capaz de hacer que ese semen se derrame.
Buscad a Parvati, es la hija de Himavat.»
«Seducir a Siva», pensaba Indra. «¿Quién
podría ayudarme? Sólo Káma.» Partió en busca del viejo amigo que tantas veces
lo había impulsado a acompañarlo en sus escapadas de adúltero. Káma lo recibió
con amabilidad y vehemencia. «Estamos a punto de ser destronados», dijo Indra.
«Por eso ha llegado el momento de que me demuestres tu amistad.
Solamente tú, Deseo, posees el arma eficaz.» Káma no se inmutó: «Puedo
trastornar a dioses y demonios tan sólo con la mirada de soslayo de una mujer.
Incluso a Brahma y a Visnu. A los demás ni vale la pena nombrarlos.» Calló un
instante y luego añadió, con expresión grave: «También podría trastornar a
Siva.» «Es justamente lo que he venido a pedirte», dijo Indra.
Káma acariciaba su arco y sus cinco
flechas en forma de flor. Apenas rozaba la cuerda del arma quedaba envuelto en
un zumbido de abejas. «Antes que nada», pensó, «hace falta la primavera.»
Miró a Rati, su amada, que lo seguía a todas partes, como Placer sigue a Deseo,
y le dirigió un gesto de entendimiento.
Aquella primavera comenzó antes de
tiempo. Rodeó y se posesionó de la montaña en la que estaba sentado Siva,
inmóvil. Se coló en el Bosque de los Cedros, donde los rsi practicaban el tapas. Allí
advirtieron como una pena sutil e insoportable. Asistían al desmoronamiento de
su propia firmeza. Perseveraban, tenaces, pero secretamente flaqueaban. Junto
a Siva, el toro blanco Nandin levantó apenas la cabeza. Y los Gana, los Genios
que lo rodeaban como un campamento de gitanos, husmeaban el aire picados por la
curiosidad.
Desde la frondosidad del bosque avanzó
Parvati, acompañada de dos doncellas. ¿Niñas, muchachas o mujeres? Era
imposible saberlo. Káma se escondió detrás de un zarzal. Escrutaba el torso de
Siva, macizo y vertical como una columna. Buscaba el punto por el que pudiera
penetrar su flecha. Parvati llevaba en las manos un ramo de flores. Lo dejó a
los pies de Siva y se descubrió apenas. Siva bajó la mirada y la fijó en
Parvati. Después le habló en un susurro: «Loto, luna, arco de Káma, gota,
cuclillo, lino, corola: todo está en ti. En tus caderas se posa la oferta del
sacrificio.» Siva extendió su brazo hacia Parvati. Acariciaba su vestido y ya buscaba
por debajo de él. Parvati se sonrojó y dio paso atrás. «Sólo con mirarte siento
este placer inmenso», pensó Siva. E inmediatamente volvió a sumirse en el tapas.
Káma decidió actuar en ese momento. Lanzó
hacia Siva una flecha vana, que hubiese herido a cualquier otro. Pero Siva sabe
demasiado sobre el deseo. Frente a las tres muchachas paralizadas de terror,
una llamarada emanó de Siva y envolvió a Káma. Sólo quedó de él la ceniza, que
se mezcló con el polvillo en un efímero torbellino. Parvati retrocedió en
silencio, pálida, y volvió a adentrarse en el bosque con sus doncellas,
mientras se oía apenas el sollozo de Rati, que intentaba recoger, como una
loca, las partículas de ceniza esparcidas sobre la hierba. Quería una reliquia
de su desaparecido amante. Se alejó, encogiéndose hombros y apretando entre las
manos un trozo de tela de colores impregnada de cenizas. Flores, abejas,
mangos, cuclillos: entre vosotros se disolvió Deseo cuando la llama de Siva lo
redujo a cenizas. Desde entonces un sabor, una señal, un olor, un zumbido
pueden herir a quien está lejos de lo que ama. Y fueron muchos los
heridos, porque «cuando ve cosas de gran belleza o escucha dulces sonidos
incluso un hombre feliz puede sentirse invadido por una apasionada nostalgia».
De vuelta en su palacio, Parvati
comprendió que era ahora otra persona, que había nacido de nuevo. No decía una
palabra. Fueron las doncellas las que lo contaron, con lágrimas en los ojos,
deshechas de terror. El viejo Himavat, el Señor de la Montaña, sentó a su hija
sobre sus rodillas. Advirtió que Parvati lloraba, y que su llanto ya no era el
de una niña. Pero ella no hacía caso de su padre. Lloraba por Siva. En los días
siguientes siguió sin decir una palabra. Tenía la mirada triste y vacía. Más de
una vez las doncellas la sorprendieron suspirando, y era siempre el mismo
nombre: «Siva, Siva.»
Nárada, el rsi al que le gustaba entrometerse en las
historias de los otros, fue por entonces huésped de palacio. Parvati se escondía
en sus habitaciones, pero Nárada insistía en verla a solas. Fue el primero que
le habló como a una persona adulta, sin remilgos. «Sé lo que sientes, Parvati.
Amas a Siva, pero aún no estás preparada. Tienes que transformarte a ti misma
practicando el tapas, si no no podrás
acercarte a él: tú también acabarías calcinada. En cambio, su fuego deberá
exaltarse contra la llama que también brotará de ti. No te inquietes: tu
apariencia no se diferenciará en nada de la de cualquier muchacha de redondas
caderas. Ahora te enseñaré algo: repite conmigo estas cinco sílabas.» De esta
forma Parvati, muy atenta y con los ojos febriles, oyó por primera vez el mantra de Siva: «No existe otro camino.
Pero yo te digo que Siva será tu esposo.» Fueron las últimas palabras que le
dirigió Narada. Y después reanudó su marcha como un viajero apresurado.
Ahora Parvati mostraba una expresión
radiante. Enseguida fue al encuentro de Jayá y Vijayá, sus doncellas. Les dijo
que muy pronto se separarían. Después anunció a su padre que se iría al bosque
a practicar el tapas. Himavat
asintió. Nárada ya lo había informado. Pero en ese momento llegó Mena, agitada
y jadeante. «Si quieres practicar el tapas,
hazlo en casa. En cada rincón tenemos altares a cada uno de los dioses.
Tenemos templos. Y desde luego no nos faltan imágenes. Jamás había oído que una
muchacha se marchase al bosque para practicar el tapas. No seas obstinada.» Mena calló, ya sin aliento. Pero un
instante después suspiró: «¡Oh, no!», (u ma).
Desde entonces, a los nombres de Parvati se añadió uno nuevo: Umá.
Sin embargo, ya nada podía disuadir a
Parvati. Se deshizo con cuidado de sus vestidos de princesa, escogió una piel
de antílope, un ceñidor de hierba y se hizo un corpiño con un tejido extraído
de la corteza de los árboles. Ya sola en el bosque, se dirigió al lugar en el
que Siva había reducido a Káma a ceniza Encontró un claro en el que soplaba una
leve corriente de brisa. No había rastro ni de Siva ni de su séquito. Parvati
buscaba en el suelo algún rastro de cenizas. Pero después decidió seguir las instrucciones
de Nárada. Escogió el punto central de sutil corriente de brisa, cruzó las
piernas y se sumió en el ardor de la mente. Vista de lejos, podía parecer el
tronco de un árbol.
Parvati sabía muy poco sobre el tapas, pero iba aprendiendo sin darse cuenta.
Pronto borró de sí misma a padre, madre, doncellas, jardín y palacio. Más
complicado fue borrar a su hermana mayor, Gangá. Su imagen continuó durante
largo rato girando en torno a ella. Decidió que la odiaba.
En cuanto Parvati¡ veía a Siva lo recorría
interminablemente con la mirada, como si trepara a una montaña respecto de la
cual la montaña de la que ella era hija, y que era más alta cualquier otra,
quedaba reducida a una mera colina perdida la llanura. El tiempo era una
sucesión lenta de olas ardientes, que la sumergían y la abandonaban. Tenía la
sensación de hacer algo que siempre había hecho, algo que conocía mejor que sus
muñecas. Examinaba todos los rincones de Siva. Enrollaba y desenrollaba las
alfombras de la mente.
El crecimiento del tapas de Parvati empezó a hacerse evidente para los dioses. Indra
sentía arder el suelo que pisaba, las sillas en las que descansaba. Reconoció
la obra de Parvati. Entonces consultó con los otros dioses, y decidieron
visitar a Siva.
Cuando Siva escuchó la historia de Táraka
y de la pequeña Parvati, que practicaba el tapas,
esbozó esa sonrisa burlona que los dioses tanto temían: «Pensaba que me
estaríais agradecidos por haber calcinado a Kama, librándoos así de todas las
estupideces que habríais cometido siempre que él os lo hubiera propuesto...
Pensaba que os alegraríais de poder meditar al fin sin necesidad de defenderos
del acecho de Deseo, a quien no le resultaba difícil distraeros. En cambio,
venís aquí en cortejo como meros postulantes. Pretendéis ofrecerme a mí, que no
conozco vínculo, un vínculo más fuerte que cualquier metal: la mujer. Los
maestros védicos podrían explicároslo: no hay nada más temible en el mundo.»
Siva no dejaba de sonreír, y entre los dioses comenzaba a cundir el desánimo.
Pero inmediatamente, casi sin interrumpirse, cambió por completo de terna, como
hablando para sí mismo: «Después de todo, puedo hacer lo que quiera. Se me
conoce justamente por violar las reglas con la misma facilidad con la que las
respeto. Después de todo, amo sobre todo a quienes me son devotos. Si vuestra
insolencia, o vuestra desesperación llega al punto de desear algo tan
inconveniente para mí como el matrimonio, ¿por qué no voy a complaceros?» Miró
nuevamente a los ansiosos dioses: «En cuanto a vosotros, ¿acaso no he tragado
el veneno del océano para salvaros? La pequeña Parvati será mi soma.»
Abrumado por el recuerdo de la muerte de
Satí, acompañado por los Gana, silenciosos por una vez, Siva erraba sin rumbo.
Pensó que debía aislarse del mundo nuevamente. Buscó un lugar virgen mientras
su mente registraba la existencia de una niña, nacida en un palacio entre las
montañas. Siva caminó durante largo rato hacia el nacimiento del Gangá, en la
ladera opuesta del Himalaya. Después se detuvo. Los Gana se dispusieron a su
alrededor, como guardianes melancólicos y dispersos. Nandin se recostó en el
suelo y miró hacia adelante con su mirada apacible y vacía.
Al palacio de Himavat llegó la noticia de
que Siva estaba cerca. Alguien se había
cruzado con el silencioso cortejo. Entonces Himavat fue en busca de Mena y le
dijo: «Mena, sabes que soy un viejo, quizás el viejo del mundo. Sabes que
durante años hemos vivido como soberanos ociosos. En un reino donde nunca
sucede nada, a la espera de lo que debe suceder algún día y de lo que todo
depende. ¿Recuerdas la noche en que fue concebida nuestra hija Parvati? Fue una
noche muy larga. ¿Recuerdas que me mirabas asustada? Decías que deliraba,
cuando en realidad repetía los mismos gestos amorosos que conoces desde siempre.
Decías que tu cuerpo parecía entrar en el mío, como atraído una poderosa marea.
Y al mismo tiempo me sentías distante tremendamente distante, como si en tu
lecho se hubiera colado un extraño. Lo que sucedió aquella noche fue que Devi,
la diosa que habita en Siva, se había ceñido a mi mente. Yo le susurraba a
ella, y te hablaba a ti, que brillabas en la luz de la Diosa. Por una vez, esa
noche volví a sentirme invencible como el fuego en el bosque. Como sucedía en
mi vida remota, cuando era el guardián de la roca que escondía en sí la luz
del cielo. Tú te mostrabas esquiva, porque no comprendías lo que estaba
pasando. Finalmente, extenuada, te dormiste. Yo seguí despierto, todavía
pegado a tu cuerpo. Y vi llegar a Noche. Llevaba en las manos una pequeña caja,
parecida a la que vosotras utilizáis para el maquillaje. Sin decir palabra se
inclinó sobre tu vientre húmedo, y vi cómo tocaba con gran delicadeza el
embrión de la que sería nuestra hija Parvati, y con
un minúsculo pincel le aplicaba un tinte oscuro y brillante. Después
desapareció. Entonces yo también me dormí. Todo esto después se confundió en mi
mente como algo excesivo, algo de lo que no podía estar seguro si realmente
había sucedido, pero que volvió a hacerse presente, con irresistible nitidez,
cuando nació Parvati. La noticia me llenó de euforia, al punto de que (¿lo
recuerdas?) regalé mi sombrilla con mango de marfil a nuestro querido
intendente, y entonces vi por primera vez el pequeño cuerpo de mi hija, su
deliciosa piel bruñida. Ahora Parvati ha crecido y se
acerca el momento hacia el que tiende toda nuestra existencia. Debes aún
obedecerme y seguirme. Nada de lo que está a punto de suceder deberá
desconcertarte.
Parvati era tozuda y cerril, pero no por
eso renunciaba a su condición de princesa y pretendía que todo aconteciera como
corresponde a una princesa. Si Siva realmente quería convertirse en su esposo,
era absolutamente necesario que pidiera o hiciera pedir su mano a su padre,
Himavat. Parvati tampoco dejó ninguna
duda acerca de que para su boda quería una ceremonia fastuosa, escrupulosamente
fiel a los rituales más antiguos. Con gesto paciente, y con una leve sonrisa,
Siva convocó a los Saptarsi a las cascadas de Mahákosi. Ellos serían sus
embajadores. Bajaron hasta Osadhiprastha, donde fueron recibidos por Himavat,
quien iba acompañado de Mena y Parvati. Mientras Angiras se dejaba llevar por
su gran elocuencia, y las imágenes más solemnes brotaban de sus labios como
gotas de cristal, Parvati se concentró en contar los pétalos de loto, como una
niña que juega en un rincón fingiendo no prestar atención a las palabras de
sus padres. Mena no podía ocultar su agitación. Himavat se volvió hacia ella
para pedirle su asentimiento. Mena hizo una señal que acabó en un temblor.
Cuando el cortejo de Siva franqueó la
segunda puerta de Osadhiprastha y su séquito hundió los pies en las flores
hasta los tobillos, al tiempo que el viento encrespaba sus estandartes de seda
china, un movimiento improviso y unánime, como un batir de alas, corrió entre
las mujeres escondidas en los palacios. La que estaba adornándose el pelo dejó
caer la guirnalda; otra sustrajo el pie aún húmedo de henna de entre las manos
de su doncella y corrió a la ventana, dejando huellas rojas a su paso; otra
corrió a espiar con un solo ojo maquillado; otra se detuvo mientras se ceñía
el vestido, con la frente pegada a la reja, un brazalete hiriéndole el ombligo
y una mano intentando cubrir el vientre desnudo; otra soltó de golpe el collar
de perlas que se estaba abrochando, y las perlas rodaron por el suelo. El
cortejo avanzaba por las calles desiertas y tras mil cortinas caladas vibraba
una mancha luminosa, como flores de loto asediadas por enjambres de abejas.
Dejaron atrás la ciudad y las aldeas,
dejaron atrás a los otros caminantes. Desapareció la ruidosa escolta. La
naturaleza se adensaba, se cerraba en sí misma. Parvati sentía alejarse de ella
cada una de las cosas que formaban el mundo en el que había habitado. Acababa
de abandonar la casa de sus padres y ya no sabía quién era. ¿Un niña? ¿La
Diosa? Ascendían lentamente por el Kailása, pisando las huellas del hombre de
piernas nerviosas que los precedía, y que nunca se giraba. Sentían detrás el
aliento tibio del toro Nandin, cargado de ligero equipaje, único testigo.
Después se durmieron, fundidos como
metales, y Siva empezó a recorrer los sueños de Parvati, lucharon como dos espadas,
después se detuvieron, como suspendidos en el aire, y rieron, mordieron las
frutas, bebieron ciega y torpemente después se alejaron de sus cuerpos
desencajados y se miraron desde lo alto, inmóviles mientras los cuerpos se
movían apenas, Parvati comenzó a vagar y enseguida vio encenderse las luces de
sus templos, pero esos templos estaban dentro de ella y surgían en cada punto
en que alcanzaba a explorarla, como un caminante silencioso e indiscreto, el
falo de Siva, y entonces sobre la vastedad del paisaje Parvati vio imprimirse
un nombre: Yájñavalkya, y no recordaba quién era, después oyó que Siva
pronunciaba esas mismas sílabas mientras recitaba los textos de los rsi y junto a ese
nombre se habían fijado algunas palabras que no comprendió en su momento pero
había conservado, porque sabia que algún día podrían servirle, pero después las
había olvidado y ahora volvían como la evidencia misma del Sí, del atman, el cual,
según aquel rsi, del que nada conocía
sino el nombre, nos hace sentir como el hombre abrazado a la mujer amada, que
«se olvida de todo lo que existe fuera o dentro». «Se olvida de todo lo que
existe fuera o dentro», se repetía Parvati, en ese balbuceo de la conciencia
que se sobrepone al placer, que a su vez se sobrepone a cualquier otra cosa, y
mientras tanto controlaba cautelosamente con la mirada aquellos templos
remotos e íntimos, pero fue entonces cuando advirtió algo sospechoso y
acechante que la incomodaba, y reconoció el ojo del poeta Kálidása, agazapado
en los escalones de uno de aquellos templos, como si quisiera mimetizarse con
las piedras, aunque en realidad la observaba atentamente y escribía. «Eso no está
bien», murmuró Parvati, adoptando esa forma terrorífica con la que a menudo
jugaba. «Que la maldición caiga sobre ti si
escribes una sola sílaba más sobre el placer de Parvati.» Pero Kálidása ya se
había desvanecido, fundiéndose con las tinieblas del tiempo.
Parvati dijo a Siva: “Quiero que me
expliques. Del placer no hay memoria. Quiero decir: durante los veinticinco
años que duró nuestro primer coito, cuando apenas había dejado la
casa de mi padre, muchas veces pensé, como en un largo viaje: “Tengo que
acordarme de esto, de cómo es exactamente, de cómo llegamos a este punto y
cómo después nos alejamos” Me lo propuse con tenacidad, y todo lo veía con
claridad y nitidez, pero con la claridad y nitidez de esos sueños que mientras
los soñamos, decidimos recordarlos y nos concentramos en cada detalle, y casi
sonreímos con sarcasmo al pensar que podemos olvidarnos de un cierto detalle,
justamente porque resulta demasiado claro, y sin embargo ese detalle y todo lo
demás se desvanecen por completo al despertamos. Compréndeme: todo lo que sucedió
está en mí, en el límite de la mente. Sin embargo, no puedo precisar la
secuencia exacta, mientras que sí podría hacerlo con algo de mucho menor
importancia, por ejemplo la forma en que un cierto día me vestí y maquillé, o
cómo paseé por los jardines del palacio, cómo recorrí un pequeño camino y
después monté mi caballo manchado, acompañada por dos doncellas, y hasta la
forma en que iban vestidas las doncellas, y las primeras palabras que nos
dijimos. Y sin embargo a Kama, Deseo, solemos llamarlo Smara, Memoria. Como si
éste fuera su verdadero nombre. Por lo menos yo siempre lo utilizo para
nombrarlo. Y yo le he salvado la vida, ¿recuerdas? Hacía varios días que
permanecía inmóvil delante de ti, a respetuosa distancia, inmersa en el tapas. No nos conocíamos y yo no era más
que una niña. Tenias siempre los ojos cerrados, y cuando los abriste y
reparaste en mí dijiste sin siquiera mirarme: “¿Qué está sucediendo? Káma está
aquí.” Káma apenas tuvo tiempo de levantarse (estaba detrás de un zarzal) y de
tender su arco con una de sus cinco flechas-flores cuando tu ojo lo calcinó.
Después, como si fuera la primera vez, me miraste y me dijiste que te pidiera
una gracia. Dije: “Ahora que Káma está muerto, ya no quedan gracias que pedir.
Sin Deseo ya no habrá emoción. Sin
emoción entre el hombre y la mujer reinará la indiferencia.” Entonces me
concediste que Káma siguiera vivo, pero invisible. Cuando era una niña y lo
evocaba, junto a las miniaturas de ti que dibujaba, aunque nunca te había
visto, sólo repetía: “Smara, Smara”.
Con frecuencia Parvati se adormecía
mientras Siva le recitaba los Veda. Los himnos le causaban un sentimiento de
impaciencia o, por el contrario, de pesadez. Pero de pronto se recobraba,
como pinchada por un aguijón. Para ella sólo había dos asuntos inagotables; la
teología y las mujeres. Estas, en la medida en que fueran, o hubieran sido,
mujeres de Siva. Parvati se sentó en la cama con el pecho desnudo, sudoroso y
reluciente. Miraba fijamente hacia adelante y hablaba a Siva, recostado a su
lado: «Prakrti, maya, sakti: ves
como, cuando seguimos el camino de regreso al principio, siempre nos topamos
con este elemento de nombre femenino. No puede subsistir por si solo, pero
nada puede subsistir sin él. Naturaleza, ilusión, potencia: tus ignaros devotos
occidentales pronunciarán estas palabras, desconociendo casi siempre que cada
una recubre a las otras. No existe naturaleza sin ilusión, no existe ilusión
sin potencia, no existe potencia sin naturaleza. En cuanto a maya, más que ilusión deberíamos
llamarla magia, esa cosa extraña cuya
existencia es negada por los sobrios de mente, cuando en realidad lo verdaderamente
sobrio sería afirmar que nada de lo que existe está fuera de ella. Pero incluso
esto resultaría insuficiente, y de eso quiero hablar, por eso estoy aquí, a tu
lado, esperando a que extiendas encima de mí esa piel de tigre, que expulses a
tus Gana y embarques tu linga en el
barco de mis muslos, para que la máyá que
está en mí lo oculte en un líquido velo.»
Parvati dijo: «Tu boca se acerca a mí
como lo no manifestado que goza de las cualidades. Entonces puedo sentir cómo
fluyo dentro de ti. Pero a veces me miras como aquel que ve a
mujeres ligeras entrando en una casa desierta y ni siquiera se les acerca. Aun
así, nuestro contacto no deja de ser secreto. Cuando no nos tocamos, es como si
me taparas los oídos con las manos. Oigo entonces el sonido que habita el
espacio interior del corazón: como un río, como una campanilla, como la rueda
de un carro, como el croar de una rana, como la lluvia, como la palabra en un
rincón reparado.
Un día bajaron hasta el mar, que Parvati
aún no conocía. En una playa no muy lejana de Kánci, Umá jugaba con el falo de
Siva, que era una columna de arena. No se dio cuenta de que el mar se hinchaba.
Pronto las oleadas se precipitaron sobre ella. Umá cercó el linga con sus brazos, como una muñeca,
para protegerlo. Cuando las olas se retiraron, la columna de arena tenía las
marcas provocadas por las pulseras y los pezones de Umá.
Dilataban el juego del placer, ratilila, digresivo, circular, errante.
A sus pies dormía el toro Nandin, sacudiendo de tanto en tanto su enorme
cabeza. Dos rayas oscuras atravesaban el pecho de Siva, blanco de ceniza: una
cobra y un brazo de Parvati. Siva le dijo en un susurro: «Káli, Negra.» Ése era
el nombre que Parvati no quería oír. Desde siempre había deseado con obstinación
que su piel bruñida se aclarase, como la de aquellas princesas de más allá de
las montañas, de las que conocía algunas miniaturas. Se liberó del abrazo de
Siva y susurró a su vez: «Tú eres el Gran Negro.» La pelea parecía inevitable.
Desde que se habían quedado a solas su vida consistía en eso: coito, dados, bhanga, pelea, tapas. Y la
conversación errática. Cada fase exaltaba a las otras y reaparecía con
regu1aridad. Siva dijo: «Eres dura como las aristas de la roca de la que has
nacido. Eres inasible como el hielo que esconde en su interior tu padre. Eres
tortuosa como los senderos de la montaña. Parvati se abrazaba las rodillas,
frente a Siva. Cerrada en sí misma, lo miraba con furia en los ojos. «A ti sólo
te gusta la ceniza, te la echas encima como mis doncellas se untaban con aceite
de sándalo. Sólo encuentras regocijo donde ves cadáveres humeantes. Te adornas
con serpientes. ¿Por qué me has apartado de mi palacio, de mi familia, si mi
cuerpo no te basta? ¿Por qué me obligas a llevar una vida de mendigo, que sin
razón va de un sitio a otro? ¿Por qué me impides que tenga un hijo, como
cualquier mujer? Soy negra sólo porque soy parte de ti. Si para ti soy una
serpiente, seré la única serpiente que no habrás amado. Parvati se levantó de
pronto sofocada de ira, y se alejó. Nandin la seguía, implorando para que se
detuviese. «Vete», le dijo Parvati. «Y procura tan sólo que no entren aquí
otras mujeres. Tu Señor no piensa en otra cosa. No dejes de espiarlo por el ojo
de la cerradura. Cuando vuelva mi piel será dorada. Mi vello será suave y claro
como la aurora. Quedará encandilado. Hasta de eso es capaz la fuerza de mi tapas.» Parvati se alejó, altiva, de la
mano de Ganesa cuya gran cabeza de elefante estaba ocupada por oscuros
pensamientos.
Nandin emprendió su guardia, y no la
abandonó ni un momento. Pero se había adormilado una noche cuando una serpiente
se arrastró cerca de él. Era el demonio Adi, que aguardaba desde hacia tiempo
la ocasión para vengarse de Siva, asesino de su padre. Mientras se arrastraba
hacia el interior del pabellón, Adi asumió el aspecto de Parvati. Siva,
inmóvil la vio acercarse. Se sintió feliz. Conocía sus repentinos cambios de
humor. Esta vez, su ausencia había durado mucho tiempo. En el vano de una
ventana, la luna iluminaba una muchacha temerosa y muy bella, de piel bruñida.
«Entonces nada ha cambiado», pensó Siva. La falsa Parvati caminaba alrededor
de Siva. Era un gesto que solían realizar antes de tocarse. Siva empezó a
desvestirla, lentamente Le apartó el pelo, en busca de una pequeña mancha que
tenía en la nuca, a la izquierda, en forma de lodo. No la encontró. Comprendió
el engaño. La falsa Parvati estaba tumbada en el suelo con los brazos
levantados en un arco por encima de su cabeza y los dedos entrelazados. Del
falo de Siva brotó el vajra, el rayo
tricúspide que brilló por un instante antes de penetrar en la falsa Parvati. La
vulva que lo acogió escondía un diente adamantino listo para destrozar el
miembro de Siva. Por unos momentos pareció tratarse de un coito convulso Los
cuerpos se arqueaban. Un momento después la falsa Parvati se estremeció y quedó
rígida mientras se quemaba por dentro. Después quedó tirada en e] suelo.
En ese instante Váyu, Viento, susurró al
oído de la verdadera Parvati, sola en la cima de un monte, sumergida en el tapas, que una mujer muerta yacía junto
a la cama de Siva. Parvati sonrió y permaneció inmóvil. Dialogaba con Noche:
«No ignoro que, cuando fui concebida, tú entraste en el vientre de mi madre
para teñir mi embrión con un líquido oscuro. Ya entonces me rebelaba contra
ti. Sin embargo, sé que con aquello me entregabas un don, porque yo pertenezco
al Negro. Los dioses han querido que naciera para seducir a Siva y que, a su
vez, de su semen naciera un hijo del color del oro. Ese hijo aún no ha nacido,
ni nunca saldrá de mi vientre. Pero el oro me pertenece. No soportaré que Siva
se aparte jamás de mí, como se apartó de Satí y de mi hermana Ganga y de todas
las demás. Quítame el velo de mi carne. Déjame aparecer clara como una
extranjera. » Mientras Parvati hablaba con tal arrebato, iba cayendo de su
cuerpo la piel bruñida, amontonándose en el suelo como un vestido de muselina
abandonado.
Frente a Nandin -que, recostado, tomaba
conciencia de su falta- apareció un ser radiante, de rasgos familiares. Parvati
no hizo caso del guardián. Ardía en deseos de que Siva la viera. Se sentó
frente a él en la misma posición en la que lo había visto la última vez. Siva
callaba, mientras su ojo se iba habituando a la pelusa dorada de los brazos que
relucían bajo el vestido blanco. Sin decir palabra, Siva envolvió en sus brazos
a Parvati.
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